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Logotipo de Beti Jai

La Construcción

Para comprender las características arquitectónicas de Beti Jai es necesario conocer su origen. En 1893, se había inaugurado en San Sebastián otro frontón de igual nombre, levantado a instancias del empresario José Arana. Esta construcción presentaba una importante novedad arquitectónica: sus gradas laterales eran ligeramente curvas, aumentando así la distancia entre las localidades, la contracancha y la cancha o plaza, mejorando con ello la visibilidad. El frontón donostiarra unía a esta peculiaridad constructiva, la buena calidad de su pared de rebote, que propiciaba partidos muy espectaculares.

La extraordinaria acogida del Beti Jai de San Sebastián decidió a José Arana, junto a su socio Antonio Modesto de Unibaso, a encargar al arquitecto Joaquín Rucoba la construcción en Madrid de un frontón de características similares, situado en el barrio de Almagro, distrito de Chamberí, un sector de la capital que se perfilaba como el lugar ideal para este nuevo espacio deportivo.

En 1857, se había incluido este barrio en el Plan de Ensanche de Madrid, conocido como Plan Castro, contemplando así su urbanización. Hasta aquel momento, solo algunos palacetes ocupaban esta parte de la ciudad, pero con el nuevo ensanche, se trazaron espaciosas avenidas que revalorizaron aún más el área y atrajeron a las familias nobles y a la alta burguesía. Los nuevos solares se ocuparon con edificios modernistas, neogóticos y neomudéjares, según la moda arquitectónica del momento. De este modo, cuando se decide la construcción de Beti Jai, el barrio era excelente para ubicar el nuevo frontón, no solo por la amplitud de los espacios sino también por la cercanía del público de clase alta que tanto interesaba a los promotores del proyecto.

En un amplio solar rectangular del barrio de Almagro, cerca del Paseo de la Castellana, se construyó en pocos meses Beti Jai, con fachada principal en la calle Marqués de Riscal, n. º 7 y delimitado por las calles de Jenner, Fortuny y Monte Esquinza.

Las obras comenzaron en octubre de 1893 y contaron con un presupuesto de más de dos millones de reales para levantar un frontón o cancha abierta destinado al juego nuevo de pelota —juego a blé o juego contra pared— que albergaría 4.000 localidades, y dispondría de una plaza de 67 metros de largo distribuidos en diecisiete cuadros y medio hasta la pared de rebote, siendo cada uno de éstos de unos 3,90 metros de longitud aproximada. Su anchura era de veinte metros, once de ellos destinados a cancha y los restantes a contracancha o contrajuego para evitar pelotazos a los espectadores. La pared izquierda tenía una altura de 11,50 metros, muy superior a la de otros frontones construidos hasta entonces, y el conjunto de la cancha y contracancha ocupaba una superficie de casi 1.700 m2.

El 29 de mayo de 1894 se inauguró Beti Jai con la celebración de tres grandes partidos y exhibiciones de afamados pelotaris de cesta, mano y pala, durante tres días consecutivos. La prensa se hizo eco no solo del estreno sino también de los recelos despertadoS por el proyecto del empresario José Arana entre los dueños de otros frontones madrileños que, incluso, intentaron impedir la concesión de la licencia municipal para la apertura al público.

Beti Jai se convirtió un frontón señero en su época donde se consagró el nuevo juego de pelota, desde el respeto a la tradición, pero con la incorporación de un nuevo estilo de práctica, como espectáculo deportivo, que quedaba representado por los frontones industriales.

El edificio

En cumplimiento del encargo recibido, Joaquín Rucoba ideó un edificio compuesto por tres cuerpos, uno principal situado en la parte delantera del solar, otro ubicado en su parte posterior y un graderío curvo que unía ambos. Estos tres elementos quedaban así agrupados en forma de “C” y cerrados, en su parte contraria, por el muro medianero que conformaba la pared izquierda del frontón. Según describe la prensa de la época, en la parte superior de esta pared izquierda, garantizando la visibilidad de los espectadores, se encontraba el marcador, de color blanco y con medias esferas a los lados, de colores rojo y azul respectivamente. Los números cambiaban mediante una combinación de timbres eléctricos.

El cuerpo principal, de 230 m², se localiza en el lado sur de la parcela, y en su momento, actuaba como fachada delantera del inmueble. La función sustancial de esta edificación era recibir y distribuir al público que asistía a los eventos. Proyectado como un edificio de tres alturas, contaba con escaleras independientes para el acceso a los palcos, plateas, sillas y gradas. Además, albergaba el vestíbulo principal, los distintos salones de descanso, las dependencias administrativas, las taquillas y la habitación para el conserje. Disponía asimismo de un acceso a la cancha que se encontraba en un nivel inferior al de la calle. Para salvar este desnivel entre la calle y la cancha, el arquitecto proyectó un semisótano que ocupaba toda la extensión en planta de este edificio.

El arquitecto

Joaquín Rucoba y Octavio de Toledo nació el 13 de enero de 1844 en Laredo, Cantabria.

Joaquín Rucoba tuvo una infancia tranquila y feliz. Su padre era coronel de Caballería y cadete de la Guardia de Corps de Isabel II y su madre pertenecía a una familia de la aristocracia navarra.

Debido al trabajo paterno, la familia se trasladó muy pronto a Madrid, donde en 1863 Rucoba ingresó en la Escuela Superior de Arquitectura, finalizando sus estudios seis años más tarde como número dos de su promoción.

Para el inicio de su carrera profesional, el arquitecto se trasladó a la población de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa, para trabajar como profesor en la Escuela de Maestros de Obras durante el curso de 1869-1870. Allí se casó con Clementina Alvarado, con la que tendría tres hijos.

Trascurrido ese primer año académico, el matrimonio se mudó a Málaga, donde Joaquín trabajó como arquitecto municipal hasta 1883. En la ciudad andaluza Rucoba construyó la plaza de toros de La Malagueta y el Mercado de Alfonso XII o Las Atarazanas.

Un nuevo cambio de domicilio llevó a la familia a Bilbao, donde Rucoba ejerció como arquitecto jefe de la sección de obras municipales hasta que, en 1886, decidió dimitir de su cargo para ejercer su profesión por cuenta propia. Allí dejó proyectos de gran relevancia como el Teatro Arriaga o el Ayuntamiento de Bilbao.

En 1893 el arquitecto pasó una temporada en Madrid para realizar el frontón Beti Jai, pero poco después, en 1896, regresó a Málaga donde retomaría propuestas que se habían puesto en marcha años antes, como el proyecto de la calle Larios.

En 1898 fue requerido para llevar a cabo el convento de las Salesas, en Santander, ciudad a la que viajó con su familia —Rucoba había enviudado y vuelto a casar en 1895 con su prima Irene Octavio de Toledo, con quien tuvo otros tres hijos—. En Santander se asentó de manera definitiva tras ser nombrado arquitecto diocesano en 1900. En esta etapa realizó el Palacio Episcopal y la restauración de la catedral.

En 1919 Joaquín Rucoba falleció a los 75 años de edad. Sus restos descansan en la ermita de Santa Ana de Tarrueza —cercana a la villa de Laredo y propiedad de su familia materna— que él mismo había restaurado en 1891 para convertirla en un panteón familiar.

Joaquín Rucoba destacó por su compromiso profesional con la arquitectura y por su inquietud por ampliar conocimientos en este campo. Asimismo, desarrolló una labor pedagógica y cultural a través de diferentes cargos en la Escuela de Artes y Oficios de Bilbao, como académico de la Academia de San Telmo en Málaga y como miembro de las Comisiones Provinciales de Monumentos en Santander y Málaga.

Estilo arquitectónico

En un momento histórico marcado por la Revolución de 1868 y el romanticismo, Joaquín Rucoba desarrolló su carrera cuando la arquitectura nacional miraba hacia estilos del pasado para producir una serie de lenguajes eclécticos que tomaban como referentes periodos históricos. Aparecieron de esta manera el neogótico o el neomudéjar. Al mismo tiempo, el arquitecto asistió a la introducción de nuevos materiales en la edificación como el hierro y el vidrio, así como al nacimiento de nuevas tipologías constructivas que debían responder a nuevas necesidades sociales como la industrialización y el crecimiento demográfico de finales de siglo XIX. En definitiva, Rucoba vivió un interesante momento de cambio y evolución en la arquitectura española.

Durante su formación, realizó prácticas bajo la dirección de profesionales consagrados, como Jerónimo Gándara, José María Aguilar y Vela, Agustín Felipe Peró, Francisco Verea o Lucio del Valle, todos especializados en el uso del hierro como nuevo material arquitectónico, e interesados por el urbanismo, la restauración monumental y la formación artística y técnica de los arquitectos. Todos estos intereses influyeron en Rucoba, que siempre se mostró preocupado por la estética de sus edificios, pero también por las soluciones estructurales de los proyectos que construía. En este sentido, el arquitecto procuró mantenerse actualizado respecto a corrientes estilísticas y nuevas técnicas a través de revistas especializadas nacionales y extranjeras.

Su obra se enmarca en un eclecticismo de influencia francesa, en el que dominan las formas clásicas y barrocas, la incorporación de escultura monumental y la combinación de materiales para lograr un juego de texturas y policromía.

Su paso por Málaga acercó a Rucoba aún más a la arquitectura árabe, que pudo estudiar de cerca durante los años que residió en la ciudad andaluza. El arquitecto se interesó por preservarla y realzarla a través de sus proyectos que, a su vez, se convertían en modernas propuestas con innovadoras soluciones estructurales y nuevos materiales arquitectónicos.